Si el mundo de las plataformas fueran paisajes urbanos, Netflix sería el centro gentrificado del que huyen los vecinos más exquisitos y que ya solo frecuentan guiris sin criterio que lo mismo se zampan una paella precocida que trasiegan sangría de bote. HBO Max sería ese barrio que estuvo de moda y hoy está poblado por abuelos cebolleta que conocieron a Tony Soprano y peroran sobre la Edad de Oro de las Series, en mayúscula, como si fuera una época histórica con consenso historiográfico, como la Ilustración o el Romanticismo.
Filmin son unas afueras llenas de skaters, jóvenes con las uñas de Rosalía y mozos asténicos que hablan un spanglish afectado y estudian comunicación audiovisual. Disney sería Disney, sin más, y Sky Showtime, una tarde en Ikea en la que uno acude a comprar dos candelabros y un marco para una foto y acaba encargando un dormitorio entero. Flixolé sería el pueblo de tu infancia si tu abuelo hubiera conocido algo más que el VHF, y RTVE, la biblioteca pública de la que nunca has sacado un libro, pero te gusta tener en el barrio. En Atresplayer está Ana Rujas, y a todos nos gusta Ana Rujas, aunque después de un rato no sabemos si nos hemos colado en una fiesta irónica (satirizan algo, pero no sabemos qué) para la que no llevamos la ropa adecuada. Apple TV sería esa coctelería discreta que frecuenta gente con pasta, donde preparan bien las copas, pero las cobran muy caras y siempre sospechas que te meten garrafón disimulado con mucha cúrcuma y mucho pepino.
Estos paisajes también se parecen a las ciudades modernas en lo previsible. El flâneur televisivo pasea por un decorado para turistas que ofrece lo que el turista desea. No son ciudades para ser vividas y, por tanto, la vida en ellas no sorprende ni chispea ni emociona.
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