Una de las sensaciones más desoladoras que deja No me llame Ternera es constatar que ese individuo de cara coriácea, cínico, de recursos intelectuales y retóricos limitados, tosco, inclemente y ajeno a cualquier forma de compasión que no sea consigo mismo haya marcado tantísimo la historia de España durante tantos años. A Josu Urritikoetxea no le gusta que le llamen Ternera, pero cuanto más habla y más se expone, mejor le cae el apodo.
La principal virtud de la película de Jordi Évole y Màrius Sánchez es enseñarnos la simpleza mineral de un individuo que vive en una realidad paralela y ha conseguido que no entre en ella ni un rayo de luz del exterior. Évole empieza diciendo que están en un lugar de Francia, y Ternera le corrige: “Estamos en Euskal Herria, esto no es Francia”. Y así, con todo. El mundo de Josu Ternera no tiene nada que ver con el de usted o con el mío. Donde usted ve asesinatos, él ve consecuencias de la represión estatal, tan fortuitas y naturales como una tormenta o un terremoto. Donde usted y yo vemos a un fanático sin muchas luces que ha llevado una vida de ratón embrutecido, él ve a un militante heroico. Ni un destello de realidad se cuela en el compartimento estanco de su cráneo.
El arrepentimiento necesita una capacidad de análisis y una conciencia moral que las terneras no tienen. Ellas solo embisten, y embisten hasta el final, aunque ya no tengan cuernos, ni fuerza, ni quede nada por embestir. Hay que agradecerle a Évole que se haya puesto delante y nos haya enseñado la brutalidad inane de la que estaba hecha el terror. No hay coartada romántica, no hay forma de hacer presentable a este tipo. Esa sola constatación ya merece invertir los cien minutos que dura la entrevista. Lo demás importa poco.
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